Es curioso cómo muchas veces nos quejamos de las muchas cosas que tenemos que hacer, de que nadie nos echa una mano, de lo solos que nos sentimos a la hora de afrontar una situación difícil, de que nadie entiende lo que realmente nos está pasando, y sin embargo, por otro lado cuando alguien nos ofrece ayuda la rechazamos sin más.
Te pongo algunos ejemplos:
Todas los días llegas con el tiempo justo a tu trabajo por tener que llevar a tus hijos al colegio, una vecina se ofrece a llevarlos ya que le pilla de paso, y le dices “Ay, muchas gracias, no te preocupes, lo tengo en cuenta por si algún día lo necesito”. En realidad, nunca la llamas y sigues con el agobio de cada mañana.
Estás hasta arriba de trabajo, ya vas con retraso en ese informe que tienes que presentar y el teléfono no para de sonar. Un compañero que te ve al borde del colapso, te pregunta ¿en qué te puedo ayudar? Y tú le contestas algo del tipo, “no te preocupes ya lo hago yo, si es que solo puedo hacerlo yo”. Al mismo tiempo con casi toda probabilidad estás justificando tu respuesta con algún pensamiento del tipo: si es que tardo más en explicárselo que en hacerlo yo mismo, lo cual lamento decirte no es del todo cierto, porque quizás es verdad que el informe sólo puedas hacerlo tú, pero contestar al teléfono puede hacerlo sin ningún problema.
Quizás sean ejemplos muy sencillos y cotidianos, pero piensa cuántas situaciones has vivido más complicadas y tampoco has podido dejarte ayudar, o en el mejor de los casos, has aceptado esa ayuda pero ha sido con cierto sentimiento de culpa, de preocupación por sobrecargar al otro, aceptando sólo la ayuda mínima imprescindible o porque ya no había otra opción.
Entonces… ¿Qué es lo que realmente nos pasa? No es tanto la dificultad que tenemos para pedir ayuda, sino lo difícil que resulta recibir plenamente esa ayuda y dejarte ayudar sin más.
¿Por qué nos cuesta tanto aceptar la ayuda del otro?
Uno de los principales motivos es la dificultad para aceptar que tenemos un problema y que no somos capaces de resolverlos solos. Y ambas cosas son difíciles de digerir, sobre todo cuando eres una de esas personas que siempre has sido capaz de apechugar con todo, que estás acostumbrado a sacarte las castañas del fuego porque nadie las vas a sacar por ti, que has aprendido desde muy pequeño que tienes que ser autosuficiente, que si te esfuerzas y trabajas duro podrás resolverlo todo sin necesidad de ayuda de nadie.
Todo esto hace que se desarrolle una especie de orgullo basado, en la exclusividad del mérito a la hora de resolver el problema, es como si al contar con la ayuda de otra persona la satisfacción personal fuera menor que si lo has conseguido por ti sólo. ¿Te suena? A mí mucho. De ahí, que aceptar la ayuda del otro resulte tan difícil, porque al recibir esa ayuda te vives a ti mismo como menos capaz y valioso.
Y ese es el verdadero problema, te valoras por lo que haces y eres capaz de hacer, no por lo que realmente eres.
Otra de las dificultades a la hora de aceptar la ayuda del otro es tener asociado recibir ayuda con debilidad. Es posible que creas que por recibir ayuda eres menos fuerte, ahora bien, por si no lo sabías, tampoco eres más fuerte por rechazarla. La fortaleza no tiene nada que ver con necesitar la ayuda del otro, al contrario aceptar la ayuda del otro para superar una dificultad es lo que te va a hacer más fuerte. Y es que hay que ser muy fuerte y tener mucho coraje para reconocer que tienes puntos vulnerables (como todos), y a partir de ahí abrirte a recibir la ayuda de otros para superarlos.
Aceptar la ayuda de los demás no quiere decir que seas débil. Tampoco eres más fuerte por rechazar su ayuda
También es posible que te resulte difícil dejarte ayudar delegando en otros tareas que habitualmente haces, y es que esto supone en cierto modo, aceptar que no eres indispensable y que otro puede hacer las cosas tan bien o mejor que tú mismo. Sí, aunque te parezca raro y seas de los que habitualmente dice que nadie es indispensable, en el fondo, te niegas a confiar en que el otro también es capaz de hacerlo.
Surge una especie de soberbia que gira alrededor de la idea de que el otro “no puede hacerlo tan bien como lo hago yo” y por ello no confías en que realmente su ayuda sea útil. Efectivamente nadie lo va a hacer exactamente como lo harías tú, pero eso no quiere decir que no lo pueda hacer bien incluso mejor que tú mismo, aunque su forma de llevarlo a cabo sea completamente diferente a la tuya.
En ocasiones es posible que al aceptar la ayuda de otra persona sientas que quedas en deuda con ella. A mí esto es algo que me ha pasado durante mucho tiempo, cuando alguien me daba su ayuda sin más, una parte de mí sentía que de alguna manera tenía que devolverle el favor, que le tenía que compensar de alguna forma. ¡Qué difícil eso de recibir ayuda y aceptarla sin contraprestación alguna!
Lo que ocurre es que en el fondo hay un sentimiento de no ser merecedor de ayuda, si bien es lo que más deseas y agradeces, al mismo tiempo se produce una reacción interna que no te permite sentirla plenamente y en paz contigo y con el otro, de ahí que salte de forma automática el tener que devolver el favor o hacer algo para compensar. Hay una desconfianza en que la vida puede darte sin más por el simple hecho de ser tú. ¿Y sabes lo que he aprendido de todo esto? Que un GRACIAS otorgado desde el corazón tiene más valor que cualquier otra cosa que puedas hacer.
Hoy quiero terminar este artículo con una frase creada gracias a la ayuda de otras personas, mezclando sus ideas, sentimientos y palabras, y que resume lo que me ha inspirado escribir este artículo.
“Saber cuándo aceptar ayuda te hace más dueño de ti mismo, es así como el sabio y el confiado reconocen esta ayuda con gratitud”
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A mí siempre me ha pasado. Pero aprendí a detectarlo y a cambiar mis patrones de respuesta. Creo que he mejorado mucho.
Me alegro por tí Lucía, no es tarea fácil la verdad, pero como bien dices lo primero es aprender a detectarlo y luego cambiar patrones.